
REDESCUBRIENDO LAS GRASAS
6 abril, 2025Micotoxinas: la huella silenciosa
En algún punto entre el rocío de la mañana y la cosecha dorada del verano, un enemigo invisible despierta. Silencioso, se adhiere a los tallos del centeno, al grano que alimenta a pueblos enteros, y deja tras de sí un rastro oscuro: una protuberancia negra y alargada como si fuera el corazón sombrío de la espiga. No emite sonido, no huele, y, sin embargo, durante siglos, ha sido capaz de desencadenar epidemias, alucinaciones, amputaciones y muerte.
Este enemigo se llama Claviceps purpurea, también conocido como el cornezuelo del centeno. Este hongo es un parásito que sobrevive en la tierra aletargado hasta que las condiciones de humedad y temperatura son óptimas para que libere sus esporas, aquellas que el viento y los insectos llevarán a las plantas y cereales, especialmente al centeno. Allí formará un cuerpo duro y oscuro llamado esclerocio, que reemplazará al grano y que, al ser ingerido accidentalmente, provocará enfermedades devastadoras.
En la Edad Media, esta pequeña estructura causó estragos en Europa, originando episodios conocidos como “el mal del pan maldito” o el “fuego de San Antonio”, que llevaron a miles de personas a sufrir convulsiones, alucinaciones y hasta la pérdida de extremidades. No es solo una historia antigua: restos de cornezuelo se han encontrado en momias y documentos milenarios, y su alcaloide tóxico más famoso, la ergotamina, fue la base para la creación del LSD en el siglo XX.
El cornezuelo del centeno ha sido un visitante sigiloso en los campos. Este pequeño hongo, capaz de sembrar miedo y enfermedad, atravesó siglos y continentes. En nuestros días, la agricultura moderna ha reducido la amenaza de los hongos y sus micotoxinas, pero la esencia de esta historia sigue viva como un susurro del pasado, siendo un recordatorio de cómo algo tan pequeño puede alterar la salud de comunidades.
En épocas antiguas, sus efectos se usaron con fines medicinales y también como arma secreta entre los enemigos ya que, Claviceps purpurea es solo una de las muchas especies de hongos que producen micotoxinas: elementos tóxicos naturales que, en dosis mínimas, pueden transformar lo que comemos en un riesgo silencioso para nuestra salud.
No todas las especies de hongos las producen, pero algunas de las más conocidas como el Aspergillus, Penicilium, Fusarium y el propio Claviceps purpurea son responsables de contaminar alimentos comunes en nuestra dieta.
Pueden encontrarse en múltiples alimentos, tanto crudos como procesados. Dentro de los alimentos más afectados se incluyen los cereales y los granos como el maíz, el trigo, la avena, la cebada, el arroz y el centeno; semillas oleaginosas como el maní o cacahuete y las semillas de girasol; frutos secos como las nueces; frutas secas como los higos, especias como el pimentón, el ajo en polvo o la pimienta negra; y alimentos derivados como las harinas, los aceites vegetales, el pan, los piensos y forrajes.
Aunque los mayores focos de contaminación son ambientales, incluso hoy, en tiempos de una agricultura industrializada, las micotoxinas siguen siendo una amenaza vigente en la cadena alimentaria global. Estas toxinas no solo afectan a los cultivos, sino que terminan infiltrándose en nuestra alimentación, inclusive en productos de origen animal si estos han sido alimentados con piensos contaminados.
La forma en que cuidamos los cultivos y los alimentos puede reducir considerablemente estos riesgos.
La prevención depende de la vigilancia en cada etapa de la producción alimentaria. Durante el cultivo, elegir semillas resistentes, evitar el exceso de humedad, rotar los cultivos y controlar las plagas son pasos fundamentales. En la cosecha y postcosecha es esencial secar adecuadamente los granos, eliminar aquellos dañados, y evitar golpes que favorezcan la entrada de hongos. En el almacenamiento, mantener bajos niveles de humedad, buena ventilación, controlar la temperatura y evitar la presencia de insectos o roedores que transportan esporas son prácticas clave.
En casa, la prevención sigue con la compra consciente de productos certificados; esto se traduce en elegir alimentos de proveedores fiables. Además, es fundamental observar los frutos secos y cereales: si tienen un aspecto extraño es mejor descartarlos. Por eso, se debe inspeccionar cuidadosamente los alimentos para detectar mohos o cambios en color, sabor u olor. También es importante evitar almacenar durante largos periodos productos como harinas o semillas, consumiéndolos antes de la fecha de caducidad. Asimismo, hay que almacenar correctamente los alimentos, ya sea refrigerándolos o manteniéndolos en un lugar seco, fresco y alejado del calor. De esta manera, aunque no podemos evitar por completo la exposición a micotoxinas, sí podemos reducirla significativamente con algunas prácticas simples y responsables
Desde la perspectiva de la nutrición y medicina integrativa, el cuidado va mucho más allá de evitar la exposición, que en ocasiones, resulta casi inevitable. El organismo puede verse afectado de forma aguda o crónica por estas toxinas, y en personas con condiciones particulares como enfermedades autoinmunes, sensibilidad química o desequilibrios hormonales el impacto puede ser mayor. De ahí, no solo la importancia de prevenir, sino también nutrir, restaurar y fortalecer nuestro organismo, promoviendo una relación consciente con la alimentación y el entorno.
Hoy, con mayor conocimiento y conciencia, podemos mirar más allá de los que vemos en el plato: entender de dónde viene nuestra comida y cómo cuidar lo que elegimos para nutrirnos. Saber sobre las micotoxinas nos invita a ser más conscientes en nuestras elecciones, no desde el miedo sino desde el cuidado y la responsabilidad. Así, podemos proteger nuestra salud y honrar el vínculo con el mundo que nos alimenta.
Sara Rivero Gil
Nº Col: MAD00752